Situada en la nave de la Epístola, la cuarta desde los pies, es una de las obras más importantes y llamativas de todo el conjunto catedralicio. Fue mandada construir en 1515 por Don Gil Rodríguez de Junterón, una de las personas más importantes que ha pasado por la Diócesis, tanto es así que ostentó el título de Arcediano de Lorca y el de Protonotario Apostólico del Papa Julio II, título que el propio Santo Padre le concedió.
Existe en la Catedral de Santa María la Mayor de Murcia una capilla dedicada a San Lucas, que fue declarada Monumento Nacional en 1928, y en la actualidad Bien de Interés Cultural. Su historia alimenta la leyenda, y su riqueza arquitectónica refulge de una manera sobresaliente. Fue a voluntad de Don Juan Chacón, Adelantado mayor de Murcia allá por 1491, el que. omitiendo el poder eclesiástico, obtuvo el permiso para su ejecución de los mismísimos Reyes Católicos. La idea era establecer en la Catedral un suntuoso enterramiento familiar, sirviendo al tiempo de un espacio donde perpetuar su linaje y sellar, a la vez, una impronta de autoridad y poder. Cuentan, que durante muchos años, en sus muros estuvieron colgando los pendones arrebatados a las tropas moriscas en la célebre Batalla de los Alporchones.
Es habitual en Murcia identificar a las distintas cofradías, o sus procesiones de Semana Santa, a través de su correspondiente sede canóniga, así, la Cofradía del Perdón siempre ha sido la de San Antolín, como la procesión de los coloraos es la del Carmen, por poner solo dos ejemplos. La Cofradía de la Caridad, como rezan sus constituciones, está vinculada al Templo de la Reparación de Santa Catalina que, dejando al margen la trascendencia parroquial, tanto la iglesia como su entorno forman parte intrínseca de la historia de la ciudad de Murcia. De esta forma, la cofradía de las túnicas color corinto es, por tanto, la procesión de Santa Catalina.
Este singular edificación de estilo modernista está considerada como una de las joyas arquitectónicas de la ciudad de Murcia, la cual se encuentra situada junto al Hospicio de Santa Florentina, en la Calle de Santa Teresa.
En los albores del siglo XVII, en la ciudad de Murcia, y a petición de Fray Alonso de Salcedo, prior de la orden de San Agustín, transmite la inquietud de algunos fieles por fundar una cofradía de culto. Así, el segundo día del mes de agosto de 1600 tras un Decreto Fundacional del Obispo de la Diócesis, Don Juan de Zúñiga, quedaron redactadas y aprobadas las primeras constituciones de la Real y Muy Ilustre Cofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno.
En una ermita llamada del Calvario que formaba parte de un Vía Crucis construido por la Orden Franciscana, en el lugar conocido como las Cuatro Piedras junto al paseo del Malecón, se encontraba un hermoso Cristo de dulce gesto. Y así fue hasta que llegado el año de 1896, unos intrépidos nazarenos, capitaneados por el párroco de San Antolín, D. Pedro González Adalid, soñaron con recuperar el hueco que aquella otra cofradía, la de la Hermandad del Prendimiento, había dejado en el castizo barrio de San Antolín tras la Constitución de 1812.
Esta monumental joya de orfebrería se conserva en el Museo de la Catedral de Murcia y cobra su principal protagonismo en la Solemne Procesión del Corpus Christi que cada año organiza el Cabildo catedralicio. El autor de tan magnífica pieza fue el toledano Antonio Pérez de Montalto, que entre otros muchos cargos fue miembro de la Cofradía de San Eloy, la cual congregaba a los orfebres de la ciudad imperial; Alcalde Ordinario de la ciudad de Toledo; y platero de la reina consorte doña Mariana de Austria, segunda esposa de Felipe IV y madre de Carlos II.
Enclavada en Churra, maltrecha y desvencijada, apenas su blasonada torre del siglo XIX se mantiene erguida, una hidalga atalaya con los escudos heráldicos de quienes fueron sus propietarios, los Aledo y Calderón. Desde allí se divisaban antaño los millares de pinos, almendros y algarrobos, los centenares de olivos y varias decenas de higueras que cubrían el suelo fértil de la finca en el momento de su máximo esplendor. Así sería gracias al empeño y al amor que puso en aquellas tierras quien fuera uno de sus propietarios, don Mariano Vergara Pérez de Aranda, I marqués de Aledo.
La imagen de Nuestra Señora de los Remedios, también conocida como la Virgen del Cuello Tuerto, durante varios siglos, llegó a representar una de las devociones más populares de la ciudad de Murcia. Se trata de una imagen que pudiera pertenecer al siglo XV, quizá de origen catalán, mide aproximadamente 1,10 m. de altura, realizada en arenisca dura, y que aún conserva algunos restos de policromía, aunque el estado de la escultura está muy deteriorado. Viste túnica y capa blanca y carnados el rostro y las manos, al igual que el Niño que sostiene la Virgen sobre su brazo izquierdo. La iconología de esta representación mariana es conocida como hodigitria, de manera que la figura de la Madre de Dios aparece con el Niño en brazos, generalmente en el izquierdo, mientras su mano derecha señala a su hijo, con una ligera inclinación de la cabeza hacia Él.
Que Murcia no es una ciudad cualquiera podría afirmarlo toda aquel que bien la conoce. Hablamos, sin duda, de una ciudad con vida propia. Esa vida que le trasmiten sus gentes, las mismas que desbordan sus murcianas calles como si de verdaderas arterias se tratara. Aunque no pretendemos hablar de anatomía, bien podríamos decir que hablamos de un corazón, o mejor dicho, de uno de los corazones de la ciudad de Murcia: la Plaza de las Flores.
Hace 300 años, el 10 de septiembre de 1718, aunque los trabajos ya habían comenzado con anterioridad, se colocó la primera piedra del Puente de los Peligros. En un altar provisional adornado con colgaduras de damasco carmesí y terciopelo, sobre las 4 de la tarde concurrieron, entre otros, don Luis Belluga Moncada, el Marqués de Miravel, el corregidor Andrés Carrasco Muñoz, el racionero Nicolás de Avellaneda, prebendados, fabriqueros, caballeros y gentes de otros estados.
Había sido un verano poco común en la huerta de Murcia, mucho más lluvioso de lo habitual, y los huertanos se mostraban esperanzados ante lo que el cielo les había regalado. Era el día 14 de octubre de 1879, cuando nadie podía ni siquiera sospecharlo. Se gestó la gran esquilma, lejos, en la Sierra de Vélez, cuando un cielo oscuro y traicionero quebró sin aviso, y una enorme cortina de agua se desprendió sobre la tierra.
Durante los años de 1918 y 1920, la Gripe Española desarrolló una pandemia a nivel mundial, considerada como una de las más devastadoras de la historia. Curiosamente, el nombre de esta enfermedad se debe a que sería nuestro país el que realizó la divulgación del particular problema. En España, las cifras alcanzaron cotas vertiginosas llegando a los ocho millones de personas afectadas y 300.000 fallecidos. En estas desconsoladoras cifras influyeron numerosos factores, entre otros, la ausencia de eficaces protocolos sanitarios e higiénicos. Esas máscaras de tela y gasa, que en la actualidad están lamentablemente tan demandadas, ya habían comenzado a utilizarse, aunque su efectividad fuera del todo nula.
En un pequeño rincón de la huerta de Murcia, aquél que un día fuera otorgado por el noble portugués y consejero real, Alonso Fernández de Cascales, y ratificado el 24 de diciembre de 1440 por el rey Juan II de Castilla, hoy conocido como Puebla de Soto, existe una imagen conocida como de las Mercedes, antigua patrona de este singular rincón murciano.
Una de las devociones con más arraigo entre los habitantes de la ciudad de Murcia y su Huerta es la venerada imagen de la Virgen de los Peligros. Esta sagrada talla se encuentra situada en el templete edificado sobre el estribo derecho del puente al que da nombre: “el Puente de los Peligros”.
Debió ser aquella una de las procesiones de más enjundia de cuantas se han realizado en la ciudad de Murcia. Convergen, por un lado, la trascendencia de la denominada “procesión de procesiones”, la de la festividad del Corpus Christi, por otro, unas circunstancias históricas relacionadas tanto con la estancia en Murcia de los reyes Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón, como de los acontecimientos de la Guerra de Granada que entonces se estaba gestando.
En la ciudad de Murcia, sobre un lugar repleto de historia, aquel que un día ocupó el Convento de la Trinidad junto a la legendaria Puerta de Orihuela, se levanta este Templo del Arte. Fue el arquitecto Pedro Cerdán, en los albores del siglo XX, quien se encargó de estructurar el actual inmueble de carácter neoclásico, para el que decidió aprovechar algunos elementos del desaparecido convento del siglo XVII, recuperando así la columnata del claustro que desde entonces reluce en la fachada.
La Virgen de la Fuensanta es la Patrona de Murcia desde 1731, pero sus orígenes son tan antiguos como confusos. Su nombre proviene de la fuente santa que María habría hecho brotar en la Sierra del Hondoyuelo y que permanece hoy día en el mismo lugar. Varios siglos después, en el XV, se construiría una primitiva y modesta ermita que fue sustituida por el actual Santuario, que comenzó a construirse en 1694 en estilo barroco.
En la iglesia de San Lorenzo de Murcia, en la elipse principal de este templo neoclásico, una bella Virgen Dolorosa, un tanto olvidada, aguarda paciente en su camarín el momento de recuperar una devoción particular, perdida con el paso del tiempo y de nuestra mala memoria. Fue el escultor Francisco Salzillo, hijo de la ciudad de Murcia, quién dotó de vida y sublime belleza a Nuestra Señora de los Dolores, y aunque no exista, por el momento, contrato o rúbrica que lo cerciore, baste la suave traza de su rostro y la profunda mirada de sus ojos clamando al cielo para confirmar la autoría del genial escultor.
El origen de esta popular calle se remonta a la reconquista de Jaime I de Aragón tras la rebelión de los mudéjares en la ciudad, hablamos del año 1266. Entre otras medidas tomadas para paliar aquellos enfrentamientos entre musulmanes y cristianos, una de ellas fue la de abrir una vía recta que uniera la primitiva Mezquita Aljama, y hoy Catedral de Santa María, con la que fue Puerta del Mercado (Bad Al-Yadid), situada en el extremo norte de la antigua muralla de la ciudad. Después de esto, los cristianos debieron quedar situados al oeste de esta calle y los musulmanes al este. Aunque al no tener esta medida el éxito deseado, Alfonso X decidió que los cristianos habitaran el interior de la muralla principal y los musulmanes los arrabales.