Debió ser aquella una de las procesiones de más enjundia de cuantas se han realizado en la ciudad de Murcia. Convergen, por un lado, la trascendencia de la denominada “procesión de procesiones”, la de la festividad del Corpus Christi, por otro, unas circunstancias históricas relacionadas tanto con la estancia en Murcia de los reyes Isabel I de Castilla y Fernando II de Aragón, como de los acontecimientos de la Guerra de Granada que entonces se estaba gestando.
Se cumplen ocho siglos desde el nacimiento del rey que unió para siempre su corazón a la ciudad de Murcia.
Falleció en Sevilla en 1284, pero Alfonso X había escrito en su testamento que quería ser enterrado en el Monasterio de Santa María la Real de Murcia. Entonces, los albaceas del monarca, una vez reconocido rey a su hijo Sancho IV que había librado en guerra contra su padre, entendieron provocativo llevar en pompa y boato el cuerpo del Rey Sabio hasta Murcia. Se propuso entonces una solución intermedia, dejar el cuerpo en Sevilla y que el corazón fuera enterrado en Murcia.
Es habitual en Murcia identificar a las distintas cofradías, o sus procesiones de Semana Santa, a través de su correspondiente sede canóniga, así, la Cofradía del Perdón siempre ha sido la de San Antolín, como la procesión de los coloraos es la del Carmen, por poner solo dos ejemplos. La Cofradía de la Caridad, como rezan sus constituciones, está vinculada al Templo de la Reparación de Santa Catalina que, dejando al margen la trascendencia parroquial, tanto la iglesia como su entorno forman parte intrínseca de la historia de la ciudad de Murcia. De esta forma, la cofradía de las túnicas color corinto es, por tanto, la procesión de Santa Catalina.
Viejo Puente del Segura, mirador digno de Fátima, fingido adarve en que rondan las descendencias arábigas; ¿por qué en tu obsequio no vibran, al compás de la guitarra, de las musas populares las cadenciosas estancias?
Murcia me gusta. Ciudad clara de colores calientes, de piedras tostadas, color de cacahuete tostado. Y notas deliciosas de luz, las calles estrechas y sin aceras, las “veredicas del cielo”, las tiendas de los artesanos, el esparto y la cuerda. Y ahora en el crepúsculo, una luz maravillosa.